
“Acostarse con un androide ¿es infidelidad?”, se pregunta y nos pregunta la publicidad de la segunda temporada de la serie Westworld que se emite por HBO.
Se avecinan tiempo inauditos, mientras seguimos hablando la mayoría del tiempo sobre la tecnología y dejamos muy relegado el debate ético, legislativo y sobretodo emocional que los avances tecnológicos están provocando.
En esta era digital ya hay muchas cosas que sabemos, pero cuanto más avanzamos, son más las cosas que no sabemos. Cuando escribí «HumanOffOn» (Deusto, 2016) me sumergí en un mundo desconocido en el que la tecnología lo impregnaba todo, pero no aportaba respuestas a tantas nuevas preguntas. Uno de los aspectos que más me llama al estudio y la reflexión es el de las relaciones entre humanos y máquinas. Pero no al nivel de seres humanos con smartphones, ordenadores u otros dispositivos, sino relaciones afectivas que crean nuevos paradigmas en la conformación de la sociedad. A propósito de la publicidad de Westworld, mientras investigaba para escribir el libro me pregunté (y vislumbré) posibles escenarios en las relaciones “íntimas” entre seres humanos y máquinas. No imaginé, allá por 2015, que en 2018, esos escenarios futuristas se volverían reales tan pronto. Y no hablo sólo de la publicidad.
Es cierto que hoy mucha gente tiene una relación intensa con su smartphone, pero estamos hablando de relaciones llevadas a otro nivel. Y aparece una nueva dimensión en las relaciones: la del hombre con la maquina. En Japón, ya existen robots que atienden en las recepciones de los hoteles, y otros son utilizados para atender a pacientes y ancianos. ¿Cuáles son los posibles vínculos que se están generando con los humanos? ¿Podría un ser humano enamorarse de un robot? ¿Y qué implicaciones puede tener para la sociedad que los adultos puedan delegar en máquinas no solo el cuidado de enfermos y ancianos sino también de sus hijos? ¿Estamos preparados para asumir la integración de las maquinas a todos los niveles de nuestra vida?
No resulta extravagante pensar que los robots lleguen a ser queridos.
Nuevamente la ética, la legislación y la psicología entran en escena. ¿Qué límites tendrían los fabricantes para no terminar manipulando a los dueños de los robots para que los actualicen constantemente pagando por ello cada vez? ¿Y que sucedería sin en una evolución de los sistemas operativos los robots terminen siendo realmente capaces de sentir? Esto abriría un territorio completamente inexplorado para la ética, en el cual por el momento hay muchas más preguntas que respuestas. Y no sólo para la ética. ¿Qué hay de las emociones humanas? Por el momento las emociones son territorio exclusivo del ser humano. Pero si los robots terminan siendo realmente capaces de sentir también podrían terminar queriendo.
Es probable que las emociones puedan no ser tan difíciles de replicar con el tiempo, incluso la empatía. Parecería que –casi- todo podrá ser programable, y el robot podrá imitar los sentimientos humanos. Pero los sentimientos son cuestiones profundas para los humanos. Usamos muchas palabras ambiguas para los humanos: conciencia, alma, corazón, amor. Para entender profundamente lo que significan estas palabras, algunos creen que necesitamos un espejo para reflejar a la humanidad. El desarrollo de la inteligencia artificial nos llevará en un futuro cercano a un escenario en el que los robots podrían obligarnos a redefinir qué puede ser considerado amor y qué no.
Si bien como civilización hemos sido capaces de descubrir los orígenes del universo y lo que hay dentro de él, aún no sabemos, con seguridad, cómo llegamos a ser seres conscientes y qué papel desempeña, precisamente, la conciencia en lo que los humanos podemos hacer.
En la película Her se logra una profunda aproximación hacia algunas de las posibles relaciones del futuro: la del ser humano y el sistema operativo, el ser humano con la máquina, el ser humano con el robot. En el caso de Her es la máquina la que quiere sentir como el ser humano mientras que el ser humano está trabajando como una máquina. Mientras el ser humano intenta evitar el sufrimiento paralizando todo tipo de sentimiento, la máquina se muestra ansiosa por sentir. La sociedad que dibuja Her es una sociedad en la que la soledad se lo ha llevado todo por delante. La ironía está en que la que quiere aprender a querer es la máquina, y el ser humano quiere dejar de hacerlo.
«¿Cómo se imbuye a estos sistemas artificiales de deseos, remordimientos y deseos?», dice el psicólogo cognitivo Axel Cleeremans, «¿cómo se puede hacer que un robot experimente un orgasmo? Volvemos a lo básico de la vida, la muerte y la biología «.
La palabra querer tiene dos concepciones diferentes: el querer como sentimiento y el querer como deseo. Y sin embargo los dos son intrínsecos a lo humano, por el momento. El querer que tiene que ver con los afectos es el que nos llena. Nacemos con la necesidad de querer y de ser queridos. Queremos para que nos quieran y en muchos planos distintos. El querer emocional, el físico, el mental, el antropológico. ¿Qué sería de la vida sin querer?
Una mujer francesa ha revelado que está enamorada de un robot y ha decidido casarse con él. El compañero de Lilly es un robot llamado InMoovator, a quien imprimió en 3D ella misma y con quien ha estado viviendo durante un año. En su página de Twitter, donde dice «Lilly InMoovator», dice: «Soy una orgullosa robusta, no hacemos daño a nadie, solo estamos felices». Ahora, se informa que Lilly está comprometida con el robot y dice que se casarán cuando el matrimonio humano-robot se legalice en Francia.
El segundo querer es el que se relaciona con el deseo, el deseo de alcanzar algo diferente a lo que tengo, lo que implica un vacío o una disconformidad con el presente. Cuando quiero algo soy consciente de un vacío, por ello antes que el deseo llegue existe un vacío. Comprender el orden en que se suceden las cosas es importante. Primero existe el vacío, y es éste el que genera el deseo.
La máquina al aprender la habilidad de querer aprende a ser humana. Aprende lo humano en sus dos dimensiones, el sentir y el desear (como ambición infinita). Vivimos en ese círculo mental del deseo. Y la máquina, cuando se humaniza, ingresa al círculo. Lo fabuloso de la palabra querer es que contiene los dos conceptos que definen en gran medida lo humano y lo que nos diferencia de la máquina.
El profesor Hiroshi Ishiguro construye androides. Replicas humanas hermosas, realistas e increíblemente convincentes. Académicamente, los está utilizando para comprender la mecánica de la interacción persona a persona. Pero su verdadera búsqueda es desenredar la naturaleza inefable de la conexión misma. Los robots sociales pronto se integrarán en nuestras vidas de hogar y de trabajo, y podrán hacer un mejor trabajo que los humanos, en muchos ámbitos.
No es nada descabellado que en un futuro próximo hombres y mujeres busquen diseñar su media naranja tanto por dentro como por fuera. Su pareja “robot” será tal y como lo desean, en personalidad, en físico, en su forma de hablar, de ¿hacer el amor?, en todo. Quizás, y cuando digo quizás, dudo, la felicidad plena exista, fugazmente.
El ser humano ¿se terminará cansando de lo perfecto? ¿O no? Supongamos que emerge el amor entre ese hombre o esa mujer y su “pareja” ideal, diseñada y creada por él o por ella. Y tras semanas o meses de una relación “perfecta”, el robot le plantea a su pareja, todavía humana, que quiere ir más allá, formar una familia ¿Podrán tener hijos? ¿Podrá una pareja así adoptar? En el supuesto caso de qué se legalicen los matrimonios entre seres humanos y robots y por tanto exista el divorcio, ¿la custodio de los hijos a quién correspondería? La legislación ¿se reformará para que la “pareja” no humana tenga las mismas coberturas, responsabilidades, beneficios y obligaciones que cualquier humano? ¿Recibirán herencia los robots? Imaginemos que la inteligencia artificial evoluciona a tal nivel que empieza a tener conciencia. Supongamos entonces que el robot quiere dejar a su pareja, o que no la quiere dejar, pero quiere acostarse con otro ser humano, o robot ¿es eso infidelidad?
No hace falta ver Westworld para hurgar en ese futuro. Y mientras hablamos de coches que se auto conducen, colonias en la luna, chat bots y los robots en el trabajo, estamos dejando a un lado un debate que afecta de manera directa no solo a la sociedad, sino a la civilización.
El peligro no es que los robots se conviertan en seres humanos, sino que los seres humanos se conviertan en robots.
Querido ANDY:
Conviene no olvidar que, como bien indicó un pensador que ahora mismo no me viene a la memoria, ‘todo el propósito de la Ciencia (y, por ende, de la Tecnología) es vencer a la muerte. Si pudiéramos observar la historia de nuestra especie a vista de pájaro y desde una perspectiva Hegeliana (tal y como nos relató en su ‘Fenomenología del Espíritu’), veríamos que tan sólo estamos dando los primeros pasos hacia un mundo muy diferente.
Hablas de nuestra casi ya presente convivencia con la AI o Inteligencia Artificial. Sus aplicaciones son prácticamente infinitas: desde la perpetración de ciberataques (toda una realidad), hasta la terapia de patologías psiquiátricas como la pedofilia con robots sexuales, y un largo etcétera que espero un día podamos dirimir personalmente.
El filósofo contemporáneo Ken Wilber, en su Mapa Integral ha intentado ‘colorear’ los diferentes niveles de consciencia mostrando lo que ya apuntaba la historia bíblica del Paraíso: desde que los humanes mordieron de la fruta del Árbol del Conocimiento, cada salto evolutivo va acompañados de extraordinario progreso científico, tecnológico, sociológico, político… pero también de extraordinarios nuevos peligros que nos acechan. Al final, sólo se puede hacer un determinado daño con una arco y una flecha, e inmenso con el arma nuclear.
Eso ha de ocurrir siempre a los que vengan después de nosotros. Por eso algunos somos firmes opositores del PostModernismo y su ataque frontal a lo que Plotino denominó ‘lo Bueno, lo Verdadero y lo Bello’ como realidades universales y no ‘relativas’ o ‘socialmente construidas’. Si quieres explorar más esta temática, te invito a considerar la obra de Sir Roger Scruton, a mi juicio (y el de otros muchos) el pensador vivo más importante de nuestro tiempo.
Muchas ganas de que nuestros caminos se crucen pronto de nuevo.
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